Aquí mismo y en este momento voy a confesarme. Voy a enfrentar mis culpas y decir lo que hice. Y voy a soportar los dedos acusadores, el juicio condenatorio y los cuchicheos a mis espaldas.
Robé.
Pero no robé cualquier cosa, no robé caramelos en el kiosco, ni frutas en el súper.
Ni siquiera estoy hablando del libro que me robe en diciembre de la “Boutique del Libro”, no.
Estoy diciendo que robé, robé.
No quiero justificarme pero era uno de esos días (yo tengo varios por desgracia) donde solo me quedaba en la billetera el dinero que hace ruido pero no el que se dobla.
Y ella estaba ahí, toda rosa, con las princesas bailando en el frente y el candado que brillaba.
Pensé: “bueno es hasta pasado mañana. Pasado mañana le pongo la plata de nuevo y Trini ni se va a dar cuanta que le saque lo del Ratón Pérez”.
Pero no.
Trini se dio cuenta.
Y estuvo tan clara, tan segura, tan firme en las cosas que decía, que nuevamente volvió a mostrarme que los hijos vienen a enseñarnos.
Por supuesto nada de lo que paso debería olvidarse o quedar solo en ese acto.
Tuvimos una charla lindísima, donde le pedí perdón, donde le dije que los papás nos equivocamos también y donde entendió que perdonar es maravilloso. Ahora queda comprar una cajita nueva, más linda y más grande, con la plata adentro y esconder juntas la llave para que vuelva a confiar en su mamá, que no será ninguna joyita, pero la ama más que a nada en el mundo